Víctor Lloch, aunque invisible, posee un punto de vista privilegiado desde el sofá en el cual languidece, ganando acceso simultáneo a dos tipos de ventanas. Una de ellas es un televisor que opera como ventana al pasado, ofreciéndole las mejores vistas de juegos caducos que ocurrieron décadas atrás, en los cuales el esfuerzo de los atletas siempre sobra, estando su destino escrito en la pantalla del televisor de Víctor. Esta ventana se encuentra superpuesta a una ventana que, aunque real, le ofrece un vistazo de un presente esquivo y efímero: la mansión de Pedro Furet, su amigo de infancia. Pese a que la ventana enmarcaba una perspectiva única de la mansión Furet, Víctor nunca logró distinguir alguna de las siluetas que flotaron frente a sus grandes ventanas. Las figuras que se deslizaban entre la luz y el cristal carecían de rostro, siendo ese estado gaseoso, tal vez, su verdadera forma. Más allá de la fachada que Furet le presentaba al mundo - la de un abogado exitoso, socio de un bufete diestro en el arte de convertir la ley en arma - los detalles que le daban sostén a su vida permanecían ocultos tras la cima en la cual situó su casa. Una casa tan real, como imaginada.
Pero de poco le servía a Victor toparse con Pedro Furet a plena luz del día, pues Furet siempre parecía encontrarse en un estado de transformación continua, que propulsaba a fuerza de cirugías plásticas y una rutina de ejercicios irrompible. Esta transformación constante de su persona era paralela a la de su casa, que mutaba a un paso tan acelerado que terminó siéndole irreconocible a Edit Castro, esposa de Pedro, pero no por ello más próxima a él.
Entre las apariciones que conforman esta novela, sin embargo, Pedro Furet es tal vez el espectro más evidente de todos. Porque La Sombra de Papel es un mundo poblado de fantasmas que, pese a su naturaleza elusiva, son capaces de atestiguar sucesos, sembrar rastros e infligir daño, cuando se manifiestan. Algunos de ellos, como Bruno (alias Primo) se dedican a perfeccionar su derrumbe, planificando su desvanecimiento con esmero, como se coordina la demolición de un adefesio que cumplió con su vida útil. “A veces me sobrecoge el deseo de errar por la isla en la búsqueda de la Barra Donde Morir.”, dice Bruno. Es la desaparición de su tío Pedro lo que lo fuerza a posponer su propio acto de desaparición. Otros, como Beatriz Furet, mueren en vida, sofocados por el legado y la expectativa, confinados a una casa que también le sirve de sepultura. “No culpo a tu madre por quedarse en la casa. No tiene nada que buscar en este mundo. Para nosotras las herederas, la única vida grata es una clausurada, nutrida por películas y novelas.”, dice Beatriz en una de sus cartas a Edit.